miércoles, 27 de febrero de 2008

12 - Del Jet Lag en la Ciudad Luz

París no se habla, se vive

Esta ciudad está llena de magia –así suene cliché– y de viejos edificios… y de viejos que huelen mal.
Cuando uno llega a una ciudad nueva, en otro país, en otro continente, con otro idioma, el primer sentimiento es temor.
¿Temor a la ciudad?
¿Temor a disfrutarla?
¿Temor a estar sola?
Hacerse entender con una mezcla de idiomas y señas no fue difícil.
¿Temor a la vergüenza?
Lo primero que hice al llegar a ese inmenso aeropuerto un lunes fue averiguar los precios de los perfumes, pues había que aprovechar el Duty Free.
Luego, tratar de encontrar cómo llegar al hotel en bus: Galerie 3, Ligne 2, Port Malliot.
Llorada, daño estomacal, sin hambre y sin sueño, pero cansada, puros síntomas del Jet Lag. Eso de estar 11 horas en un avión no es para mí.
Bueno, a menos que vaya para París.
Una vez en la habitación veo que la Torre Eiffel se presenta ante mí, por la ventana, con prepotencia y con todo su esplendor.
Salgo.
Camino.
En la ruta, veo el Arco del Triunfo a la izquierda, así que me desvío y lo visito, lo veo de cerca, lo admiro, le tomo fotos y me siento insignificante.
Sí, somos insignificantes.
“Prenez moi un photo sil vous plait”.
“Sí, claro, me responden”. Eran peruanos, pero eran dos y yo los envidié. Esta ciudad no es para disfrutarla sin compañía. Pero igual se disfruta, ella es disfrutable por naturaleza.
Les tomo foto a ellos, les tomo foto a otros que pasan por ahí.
Ese es el oficio del turista: pedir que le tomen fotos y tomarlas como agradecimiento.
Me siento un rato en uno de los muros del arco y experimento todo lo que me brinda, me levanto y cojo para la torre… la veo desde lejos, le tomo fotos a cada metro recorrido, me siento en una plaza a observarla y se me acerca el primer francés a hablarme y a invitarme a tomar café… alguien quisiera que le hubiera dicho de una vez “je suis mariè”.
Es normal que se te acerquen los franceses. No todos son bellos. El mapa de la ciudad y del metro abierto –e inmanejable– es la señal que ellos esperan para acercarse.
Me deshago del francés que tenía una cicatriz sospechosa en el dedo de la mano derecha y sigo mi travesía, hago la fila debajo de ese monumento de metal que se erige sobre mí, eran las 6 de la tarde y el frío me congela el alma.
Pero las emociones intactas.
Subo y veo la ciudad desde el segundo nivel y de nuevo me siento insignificante y cuando llego a lo más alto, el acabóse: no soy nada. Sólo soy un ser más en este inmenso mundo que observa y siente todo lo que le rodea.
A eso de las 8 de la noche encienden la torre y más tarde, encienden otras luces intermitentes. Algunos parisinos piensan que eso es de lo peor, es feo e irrespetuoso. Supongo que es lo mismo que yo sentí cuando vi la Torre del Reloj y el Castillo de San Felipe decorados en navidad.
Me invaden tantas cosas inexplicables porque es la primera vez que salto el charco.
Bajo, me como un perro asqueroso a 4 euros. Me dolió ese precio, pues aún no había escuchado la frase que cambiará por siempre mi forma de viajar: el que convierte, no se divierte.
Llego a un supermercadito, compro agua, que no es tan cara como dicen, un pomelo y unos chocolates.
Llego al hotel y trato de dormir. Imposible. Estaba completamente descompensada.
Martes y miércoles a trabajar.
Miércoles en la noche, caminata con los compañeros de viaje por Notre Dame, el barrio Latino… el Sena de noche me embriagó más que las 4 copas de vino que me tomé durante la cena.
Cuando vi Notre Dame algo electrizante me recorrió y se me pararon los pocos pelos que tengo en la cabeza. Llevaba años viendo ese rosetón en libros, me habían hablado de él los distintos profesores de historia del arte que pasaron por mi educación, pero nunca pensé verlo antes de los 30 años. Quizás, nunca pensé verlo.
Más fotos.
Como turista me di cuenta que en esta ciudad no se duerme. En esta ciudad fumamos, bebemos vino, nos acostamos tarde y nos levantamos temprano. Pero, más que todo, caminamos.
Caminé por ganas de conocer, por no perderme nada, por no coger el metro que no me gustaba al principio. Soy muy perdida y nunca he sabido moverme en esos medios de transporte masivos.
Peor fue cuando dos guardias del metro me cogieron a corroborar que hubiera pagado el tiquete de viaje y, como por ignorancia lo había botado, no lo tenía. Multa: 50 euros… era una buena parte de mi dinero. Hablé en inglés, en español… mi amigo de viaje insultó en ambos idiomas y los muy desgraciados se hacían los que no entendían.
Mi amigo de viaje, muy astuto él, llamó a su hermano que sí hablaba francés y lo hizo pasar por el Embajador de Colombia en el país galo. Le consiguió un descuento y sólo pagamos 25 euros… bueno, pagó mi amigo de viaje, porque yo estaba limpia como siempre.
Los cafés son tranquilos, para sentarse, hablar, fumar, beber y reír. O llorar.
El servicio es una mierda. Los franceses que me atendieron en los cafés y en los restaurantes saben que la ciudad es turística y si tratan mal a un cliente o no tienen como atenderlo, no importa, otros vendrán y con más plata.
Conocí la Ópera y su techo me enamoró; Les Invalides; la majestuosa tumba de Napoleón que para verla, quieras o no, debes hacerle una venia; la Concordia; el puente Alexandre III, el más hermoso y majestuoso de los 36 que están sobre el Sena.
¿Miedo a quedarme?
Muchas fotos.
Versalles. Sin palabras, ostentoso por dentro, por fuera, de frente y de lado. Inmenso, rococó, con unos frescos que sólo pensé existían en la Capilla Sixtina. El lujo es inexplicable y las fiestas que ahí hubo debieron ser sin límites.
Cuando se sale de Cartagena para Barranquilla, no es un gran cambio: el mismo calor en el mismo pueblo, sólo que unos golpean sus palabras y los otros abusan de las r y las s. Salir de Barranquilla a Bogotá, interesante, te sientes en una ciudad y te enamoras de ella.
Por París, le soy infiel a Bogotá. Conozco Nueva York, pero no me produjo nada similar.
París es una ciudad que en su totalidad está hecha para los turistas, una arquitectura gótica nada semejante a lo que me rodea en Bogotá (bueno, una que otra iglesia por acá intentó parecerse a esas), repleta de Historia, llena de calles, monumentos, mansiones, edificios y castillos con cientos de años de historias de reyes, burgueses y pobres que dejaron toda su energía en cada pasillo.
Los taxis son plateados y las marcas son Peugeot, Audi, Mercedes Benz.
Hay bicicletas públicas y están en buen estado y en orden, no como las de la Nacional.
Ya acabó. Igual, regresar a Bogotá fue fácil. Ya quería estar en casa.


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